Parroquia
San Miguel Arcángel
Una ranita salió con una amiga a recorrer la ciudad, aprovechando los charcos que dejara una gran lluvia.
Ustedes saben que las ranitas sienten una especial alegría luego de los grandes chaparrones, y que esta alegría las induce a salir de sus refugios para recorrer mundo.
Su paseo las llevó más allá de las quintas. Al pasar frente a una chacra de las afueras, se encontraron con un gran edificio que tenía las puertas abiertas. Llenas de curiosidad se animaron mutuamente a entrar.
Era una quesería. En el centro de la gran sala había una enorme tina de leche. Un tablón permitió a ambas ranitas trepar hasta la gran olla, en su afán de ver cómo era la leche.
Pero, calculando mal el último saltito, se fueron las dos de cabeza dentro de la tina, zambulléndose en la leche.
Lamentablemente pasó lo que suele pasar: caer fue una cosa fácil; salir era el problema. Porque, desde la superficie de la leche hasta el borde del recipiente, había como dos cuartas de diferencia. Y aquí era imposible ponerse en vertical. El líquido no ofrecía apoyo ni para erguirse ni para saltar.
Comenzó el pataleo. Pero, luego de un rato, la amiga se dio por vencida. Constató que todos sus esfuerzos eran inútiles y se tiró al fondo. Lo último que se le escuchó fue: “Glu-glu-glu”, que es lo que suelen decir los que se dan por vencidos.
Nuestra ranita, en cambio no se rindió. Se dijo que, mientras viviera, seguiría pataleando. Y pataleó, pataleó y pataleó. Tanta energía y constancia puso en su esfuerzo, que finalmente logró solidificar la nata que había en la leche y, parándose sobre el pan de manteca, hizo pie y saltó para afuera.
Mamerto Menapace
A través de los cuentos anteriores, profundizamos el don de la sabiduría, como aquél que nos permite disfrutar de la vida, el del entendimiento, como el que nos deja entrever el deseo de Dios sobre la vida de los hombres, y el don del consejo, como el que nos permite decir esa palabra para acompañar al que lo necesita.
Para poder vivir de acuerdo con lo que descubrimos, necesitamos del don de la fortaleza. Si no contamos con la ayuda de los demás, y especialmente con el impulso del Espíritu, nos cansamos, nos dejamos llevar por lo que es más fácil y, hasta traicionamos nuestras propias convicciones. La fortaleza nos permite, una vez que sabemos el camino, recorrerlo de la forma más directa.
En el cuento de Mamerto Menapache, las ranitas estaban felices y salieron a pasear, a conocer, a ver el mundo que las rodeaba. Iban de a dos, animándose mutuamente, y se les presenta el problema.
Mientras una de ellas, se dio por vencida, la otra siguió adelante hasta que logró resolver la dificultad.
En la vida hay obstáculos que no se pueden vencer, pero en esos casos, Dios también nos da la fortaleza para no desanimarnos ni perder la esperanza.
“En el peligro invoqué al Señor, y él me escuchó dándome alivio. El Señor está conmigo: no temeré; ¿qué podrán hacerme los hombres? El Señor está conmigo y me ayuda: yo veré derrotado a mis adversarios. Me empujaron con violencia para derribarme, pero el Señor vino en mi ayuda. El Señor es mi fuerza y mi protección; él es mi salvación”. Salmo 118, 5 – 9. 13 – 14